jueves, 1 de octubre de 2020

Por culpa de unos condenados aerosoles

 

No soy de las que, al paso de un tipo apuesto y resultón, giran la cabeza para recrear la mirada y, acaso, reverdecer algún sueño olvidado de adolescente. Es más: creo que nunca he caído en ese gesto; y mucho menos si voy conduciendo. Al volante, mi vista solo atiende aquello que pueda interferir catastróficamente en la buena dirección de mi marcha: el abuelo renqueante que no se decide a cruzar la calle; el niño del que temo se le escape la pelota con la que juega y, para recuperarla, salga a la carrera; la pava que, con el móvil entremedias, pega la mano a una oreja mientras que, con la otra, rebusca con nerviosismo en su bolso —un baúl sin fondo—, sin dejar de gesticular con la cabeza a otra pava que la saluda desde la acera contraria…

Siempre ha sido así, siempre; excepto anteayer. ¡Rediós! ¡Qué susto me llevé! Creí que iba a salir volando, o que el coche iba a explotar, o yo que sé lo que rebulló en mi imaginación. Os cuento: atravesaba, de regreso a mi casa, una de las calles de la vecina Úbeda cuando reparé en que andaba cerca de una droguería a la que recurro con regularidad para adquirir algunos productos difíciles de encontrar en otros comercios del mismo gremio. En concreto: un apresto para el planchado de ciertas ropas y una espuma para revitalizar y dar lustre al cabello.

Hasta aquí, todo bien. Dejé la tienda y deposité la bolsa en el coche con los cinco envases, cinco —ya que me desplazo, aprovecho—. Con las prisas, acomodé la compra detrás de mi asiento, encajada en el estrecho hueco que había quedado luego de plegar, unos días antes, las plazas traseras. También hasta aquí, todo bien. Pero, de pronto, después de recorrer unos metros, en contra de todas mis sanas costumbres, torcí la cabeza, atraída por la bella estampa de un gachón que salía de una cafetería. Tenía la edad de mi hija, pero yo me dejé encandilar por su aspecto angelical durante unos brevísimos instantes, los suficientes para descontrolar el coche y hacerlo saltar el bordillo de la acera.

De inmediato, retorno a la realidad y doy un volantazo para recuperar el sentido     —el del vehículo y el de mi propia cabeza—; pero, al hacerlo, algo se dispara, algo sale mal, algo parece empujarme hacia algún sitio que no quiero y amargarme la mañana. ¡Pfssssssssssssssssss! Algo así es lo que escuchan mis oídos, perplejos y alarmados. Algo así, pero multiplicado por cinco y mientras mi coche, ajeno al estropicio provocado, prosigue su andadura. Enseguida sospecho cuál puede ser el origen del zumbido. Estaciono unos metros más adelante, en el claro de una cochera, y me bajo con urgencia para detener el vaciado importuno de los cinco aerosoles.

A causa de una extraña reacción química entre los parabenos de la espuma y los poliglicoles y los pentahidratos del apresto, encima de los botes se ha formado un raro emplasto achocolatado que me recuerda a la familiar e indefinida forma de una masa de excrementos. Sin eufemismos: una mierda. «No pasa nada» —me digo, algo más calmada—: «Las cacas se limpian y todo regresa a su pulcritud habitual». Lo malo es que esta se ha adherido con tal pasión al tejido del asiento que, en el taller de lavado, han tenido que cortarlo. Al coche, que le den. Pero ¿y mi estupenda cazadora de piel, color azafrán, que había colocado sobre el reborde del asiento plegado…?

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