No soy de las que, al paso de un tipo apuesto y resultón,
giran la cabeza para recrear la mirada y, acaso, reverdecer algún sueño
olvidado de adolescente. Es más: creo que nunca he caído en ese gesto; y mucho
menos si voy conduciendo. Al volante, mi vista solo atiende aquello que pueda
interferir catastróficamente en la buena dirección de mi marcha: el abuelo
renqueante que no se decide a cruzar la calle; el niño del que temo se le
escape la pelota con la que juega y, para recuperarla, salga a la carrera; la
pava que, con el móvil entremedias, pega la mano a una oreja mientras que, con
la otra, rebusca con nerviosismo en su bolso —un baúl sin fondo—, sin dejar de
gesticular con la cabeza a otra pava que la saluda desde la acera contraria…
Siempre ha sido así, siempre; excepto anteayer. ¡Rediós!
¡Qué susto me llevé! Creí que iba a salir volando, o que el coche iba a
explotar, o yo que sé lo que rebulló en mi imaginación. Os cuento: atravesaba,
de regreso a mi casa, una de las calles de la vecina Úbeda cuando reparé en que
andaba cerca de una droguería a la que recurro con regularidad para adquirir
algunos productos difíciles de encontrar en otros comercios del mismo gremio. En
concreto: un apresto para el planchado de ciertas ropas y una espuma para
revitalizar y dar lustre al cabello.
Hasta aquí, todo bien. Dejé la tienda y deposité la bolsa en
el coche con los cinco envases, cinco —ya que me desplazo, aprovecho—. Con las
prisas, acomodé la compra detrás de mi asiento, encajada en el estrecho hueco
que había quedado luego de plegar, unos días antes, las plazas traseras. También
hasta aquí, todo bien. Pero, de pronto, después de recorrer unos metros, en
contra de todas mis sanas costumbres, torcí la cabeza, atraída por la bella
estampa de un gachón que salía de una cafetería. Tenía la edad de mi hija, pero
yo me dejé encandilar por su aspecto angelical durante unos brevísimos
instantes, los suficientes para descontrolar el coche y hacerlo saltar el
bordillo de la acera.
De inmediato, retorno a la realidad y doy un volantazo para
recuperar el sentido —el del vehículo y el de mi propia cabeza—; pero, al
hacerlo, algo se dispara, algo sale mal, algo parece empujarme hacia algún sitio
que no quiero y amargarme la mañana. ¡Pfssssssssssssssssss! Algo así es lo que
escuchan mis oídos, perplejos y alarmados. Algo así, pero multiplicado por
cinco y mientras mi coche, ajeno al estropicio provocado, prosigue su andadura. Enseguida sospecho cuál puede
ser el origen del zumbido. Estaciono unos metros más adelante, en el claro de
una cochera, y me bajo con urgencia para detener el vaciado importuno de los
cinco aerosoles.
A causa de una extraña reacción química entre los parabenos
de la espuma y los poliglicoles y los pentahidratos del apresto,
encima de los botes se ha formado un raro emplasto achocolatado que me recuerda
a la familiar e indefinida forma de una masa de excrementos. Sin eufemismos: una mierda. «No pasa nada» —me digo, algo más calmada—: «Las cacas se
limpian y todo regresa a su pulcritud habitual». Lo malo es que esta se ha
adherido con tal pasión al tejido del asiento que, en el taller de lavado, han
tenido que cortarlo. Al coche, que le den. Pero ¿y mi estupenda cazadora de piel, color azafrán, que había colocado sobre el reborde del asiento plegado…?
Muy bueno, tía. Me has arrancado una sonrisa.
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